Yo lo viví: mi primer día de trabajo como periodista
- La urgencia me llevó por caminos impensados: siempre soñé con ser periodista de Deportes, pero tuve que partir como reportero de Crónica en el diario La Nación.
En los primeros días de marzo de 1965, cursando segundo, reprobé el examen de repetición de Filosofía en la universidad, y eso me significaba perder el año. No había créditos por esa época y bastaba echarse un ramo para repetirlos todos.
Mi profesor, el padre José Miguel Ibáñez Langlois, no tomó en cuenta mi justificativo: a mi hermano y a mí, el papá nos había invitado a visitar a la tía Alicia, que vivía con su familia en Alto Palena. Un temporal que duró más de una semana retrasó nuestro viaje de regreso, y éste se produjo un día antes del examen.
-¿Trajiste el libro? – me había preguntado mi papá cuando tomamos en San Fernando el tren nocturno a Puerto Montt, donde nos embarcaríamos en un DC3 de LAN para llegar a Palena.
-A la vuelta estudio -le había contestado.
Le pedí al cura Ibáñez que me diera unos «diítas» para repasar la materia, y él se limitó a enderezar sus brillantes colleras y hacer el gesto negativo con la cabeza sin que se moviera un pelo de su azabache y engominada cabellera.
Adelantándome a lo que días después me diría mi padre (“no estamos para mantener vagos”), esa misma tarde salí a buscar trabajo. Visité dos radios el primer día y dos diarios al siguiente. Después pregunté en una revista juvenil y en otra radio. La respuesta fue siempre la misma: “¿Cómo vas a trabajar, si todavía no apruebas el segundo año de periodismo?”.
AGUSTINAS 1269
Mi sueño fue, siempre, trabajar en Deportes y desde pequeño me puse la meta de llegar a la revista Estadio. Pero la urgencia hizo cambiar el rumbo inicial. Tenía que trabajar y ya no importaba dónde fuera.
Mi hermano mayor -Ernesto- trabajaba en la Empresa Editora ZigZag, en la oficina de Personal (Recursos Humanos le llaman hoy). Conocía a periodistas, y le habló de mi caso a Patricio Amigo, que estaba dejando la revista Vea para irse como segundo de Jenaro Medina al diario La Nación.
-Que me vaya a ver –le dijo.
Fui.
Me pistoleó un buen rato, pero me entreabrió la puerta:
-Eres harto patudo, cabro, ¿ah?… ¡No pasa todavía a segundo año y ya quiere ser periodista, el perla!… Estudia primero, y en cuarto conversamos…
-Pero, señor…
-¡Ya!…, hagamos una cosa: tráeme algún trabajo que hayas escrito en la universidad. Te diré altiro si sirves o no.
Busqué el trabajo con mejor nota y se lo llevé. Todavía recuerdo el tema: la fiesta del Dieciocho en Renca. Una crónica libre, en la que aproveché la visita a unos tíos que vivían allí para contar cómo se celebraban las fiestas en los alrededores de Santiago. Guillermo Blanco, el gran profesor, me había puesto un cinco, la segunda mejor nota del curso.
-«Y no te pongo más -me dijo- porque no revisaste. Mira esto (y leyó): ‘… el niño caminaba de la mano de su padre, sosteniendo un volantín y lamiendo un helado…’ ¿Tenía tres brazos ese niño?”.
Ya no podía arreglarlo, así es que lo llevé tal cual estaba, con la línea subrayada con rojo, a la oficina de mi nuevo y decisivo examinador.
-Déjamelo. Estoy ocupado ahora, pero después lo veo. Ven el lunes.
El domingo 28 de marzo, al mediodía, estaba en mi acostumbrada actividad dominical: jugando fútbol. Lo hacíamos en las canchas interiores (todas de tierra) del Estadio Nacional. En pleno segundo tiempo, estando 1-1 el marcador, recibí el balón en el sector central del mediocampo. El volante que me marcaba quedó atrás y me puse en posición de disparo. Miré hacia el arco, hice puntería y me dispuse a rematar. No encontré la pelota: bailaba hacia un lado al dar bote y después se movía hacia el otro… Todavía me preguntaba cuánto había tomado en la fiesta sabatina, cuando levanté la vista hacia la estructura del coliseo: ¡el estadio también bailaba!
Eran las 12:33 y se estaba produciendo uno de los terremotos más intensos y dañinos del siglo pasado. La tierra estaba corcoveando desde Copiapó hasta Osorno, y los aparatos de medición registraban una intensidad de 7,6 en la escala de Richter, y de entre 6 y 9 en la de Mercalli.
Camino a casa (a dedo por supuesto) supimos que el epicentro estaba en la zona de La Ligua, Petorca y Cabildo. Y que ya había muerto mucha gente: un tranque de relaves de la compañía Disputada de las Condes se había vaciado arrastrando una avalancha de 10 millones de metros cúbicos de fango sobre un pequeño poblado.
A mediodía del día siguiente, tomé la liebre Los Leones para ir a La Nación.
Temblaba…
Si no me daban trabajo, ya adivinaba lo que venía: vuelta a San Vicente Tagua Tagua, donde me esperaba una entretenida pega como junior en el Banco de Chile.
MI AMIGO PATO
Golpeé despacito, casi deseando que no me oyeran. Cuando se abrió la puerta de la oficina de Patricio Amigo, no alcancé a levantar la vista: ya me habían agarrado del brazo y volaba hacia el interior.
-¡Ya, cabro!… Ahora vas a ser mi secretario.
Ahí entendí: La Nación, como todos los medios periodísticos del país, estaba en alerta roja recabando todavía informaciones sobre los efectos del sismo y la forma en que las autoridades estaban enfrentando la emergencia. Lo único que necesitaban ese día en el diario era gente que ayudara en cualquier tarea.
-Toma. Llama a estas personas y, cuando las contactes, las pones conmigo.
Me pasó un papel manuscrito con una lista de nombres, acercó una silla al teléfono para que yo me instalara y se marchó.
Cuando vi el primer nombre me quise ir para la casa. ¿Cómo iba a ubicar a Sergio Ossa Pretot si no sabía quién era?
Busqué la salida sigilosamente, pero tenía que pasar obligadamente por la Crónica. La única persona que estaba allí en ese momento (los demás estaban reunidos con la jefatura) era un veterano que tecleaba en una Underwood más vieja que él.
Me detuve.
-Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
Levantó la vista y se acomodó los lentes.
-¿Quién soy vos?
-El ayudante de don Patricio –tartamudeé.
-¿Tiene ayudante ese huevón?
-(…)
-Ya poh, pregunta…
-¿Quién es Sergio Ossa Pretot?
-¿Me estai hueviando?
-De verdad que no sé
.
-Es el director de la Oficina de Promoción Popular, gil.
-¿Y qué es eso?
-¿Vai a seguir?
-En serio, señor: no sé.
-Ubícalo en el Ministerio del Interior.
-Gracias ¿Cómo se llama usted?
-¿Y qué te importa a vos, huevón?
Corrí hacia la oficina, busqué la guía telefónica, llamé al ministerio, pedí por don Sergio Ossa, me atendió una secretaria, dejé el teléfono descolgado, partí en busca de “mi jefe”, le dije que ya le tenía un personaje en línea y me puse un metro más atrás de él para seguir sus apresurados pasos hasta su oficina. El orgullo no me cabía en el pecho…
Cuando terminó el día había hecho una decena de llamados, todos con éxito.
Era tarde –casi medianoche- cuando me despedí. Ni siquiera me dio las gracias. Se limitó a decir: “Vuelve mañana, pero más temprano”.
Nunca más le dije “don Patricio”.
Pasó a ser el «Pato” Amigo… Mi amigo Pato.
Y el veterano que me ayudó era Renán el «Paco” Andrade, ex carabinero, reportero policial de mala redacción, pero notable olfato periodístico, con el que después hice muy buenas migas y que, en tiempos de la Unidad Popular, fue nada más y nada menos que director del diario.
Dos años duró mi permanencia en Agustinas 1269. Comencé titulando las informaciones breves. Después me pusieron a rehacer trabajos de los que escribían peor. Pasé por Política, Gremios, Economía y terminé como reportero de Moneda.
Cada vez que podía me arrancaba a la sección Deportes, donde mandaba Jorge Fernández, “don Lolo”, y donde se desempeñan periodistas de la talla de Juan Carlos Franco, Alfredo Leonel Parra, el «Negro» Sánchez, Jaime Pizarro… En mis fines de semana libres me ofrecía como colaborador, solamente para entrar gratis al estadio.
Trabajé y estudié simultáneamente durante tres años. Y cuando me titulé, me fui a instalar en las soñadas oficinas de la revista Estadio.