Roger Federer, de vuelta al futuro
En julio del año pasado Roger Federer anunció vía Facebook que no jugaría en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro para recuperarse totalmente de una lesión de rodilla, y muchos pensaron que era el preámbulo de su retiro.
Pronto a cumplir 35 años (8-08- 1981), el de Basilea se perdió el resto de la temporada y recién en octubre volvió a pisar una cancha de tenis. La recuperación fue lenta, pero no se apuró para no perder el paso. Si volvía, era para ser tan competitivo como antes. Como siempre.
Volvió a principios de enero. Y aunque perdió un partido en la Copa Hopman (frente al joven alemán Alexander Zverev en tres sets que se definieron en tie breaks), nadie podía dudar de su nivel: Federer estaba de vuelta y tenía en el Abierto de Australia la oportunidad de demostrarlo.
En Melbourne, Federer fue capaz, una vez más, de detener el tiempo. Ubicado en la posición 17 del ranking ATP, estaba físicamente y tenísticamente impecable.
En su camino a la final, dejó en la vereda al austríaco Jürgen Melzer (7-5, 3-6, 6-2 y 6-2), al debutante estadounidense Noah Rubin (7-5, 6-3 y 7-6) y al checo Thomas Berdych (6-2, 6-4 y 6-4) antes de su primer gran desafío: en octavos de final jugó contra el japonés Kei Nishikori (6-7, 6-4, 6-1, 4-6 y 6-3). En cuartos de final venció al verdugo del número 1 del mundo, Andy Murray, el alemán Mischa Zverev (6-1, 7-5 y 6-2) y en semifinales, en un partido de alto vuelo, a su compatriota Stanislas Wrawrinka (7-5, 6-3, 1-6, 4-6 y 6-3).
En la final enfrentaba a una de sus bestias negras: Rafael Nadal, a quien no ganaba por partidos de Grand Slam desde hace 10 años (final de Wimbledon de 2007). Era el partido 35 entre ambos, con serie favorable a Nadal por 23 a 11. Y en finales se habían enfrentado en 21 ocasiones, con siete triunfos para el suizo y 14 para el español.
Además, la única vez que se habían topado en la final de Australia la victoria había sido para Nadal (7-5, 3-6, 7-6, 3-6 y 6-2) y el suizo terminó llorando desconsoladamente durante la premiación.
El del domingo fue un partido raro, con guarismos demasiado amplios en cada set para la lucha que se apreciaba en la cancha. La intensidad, la tensión y el buen tenis desplegado por ambos podría haber llevado a cinco sets largos, pero todo se definió más rápido de lo esperable. Al final, Federer ganó por 6-4, 3-6, 6-1, 3-6 y 6-3.
Pero Nadal estuvo muy cerca de la victoria, pues abrió el quinto set con un quiebre que lo llevó a estar 2-0 y luego tuvo una oportunidad para quedar 4-2 con su saque, y en el octavo juego salvó cinco bolas de rotura, incluyendo un fabuloso punto con intercambio de 26 golpes.
Federer se sobrepuso a todo: quería romper profecías y maldiciones para conquistar su decimoctavo Grand Slam, pues no ganaba un título de este nivel desde que venció a Murray en Wimbledon 2012. Ahora sí, tenía una nueva corona de un “Grande”, para acumular más que nadie: cinco en Australia, siete en Wimbledon, cinco en el US Open y uno en Roland Garros.
Los números lo catapultan para codearse entre los mejores y muchos ya lo consideran el mejor de todos los tiempos, con esa liviandad propia de los tiempos, que desprecia la historia y lo que nuestros ojos no vieron.
Como en todos los deportes, cada campeón no puede ser desprovisto de su contexto, lo que incluye superficies, rivales e indumentaria, entre muchas otras variables. Decidir quién es o fue el mejor es simplemente imposible.
Federer está entre los mejores, como lo están Rod Laver, Pete Sampras, Jimmy Connors, Björn Borg (quien se retiró a los 25 años), Novak Djokovic y Nadal, por nombrar sólo a algunos de los más grandes jugadores de los últimos 50 años y aferrados sólo a los números. Porque en el tenis también existe la magia, el carisma y lo sobrenatural. Como para llevar a alguien del retiro a la gloria en apenas seis meses.