Por la línea (III parte)

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Por El Ágora
Actualizado el 1 de agosto de 2016 - 3:12 pm

Esteban Salinero

-Fue lo único que se me ocurrió – afirmó el goleador abriendo los ojos eufórico y subiendo al auto.

-¡Qué genial eres! Ni a mí se me habría ocurrido – le dijo Robles, burlándose sutilmente – ¡Casi me matas!

-Buena ¿no?

-Buenísima. Pensé que te habías muerto ¡Gran actuación, maestro! ¡Gran actuación! – le subrayó, poniendo el deportivo en marcha otra vez – Cómo el penal que te inventaste contra los irlandeses en el Mundial.

-El Morsa debería conseguirme algún papel en una teleserie. Te aseguro que andaría bien.

-¿Tu crees?

-¡Fierita tiene todo huevón, todo! Facha, carisma, plata ¿qué más necesita?

-Que la empiece a meter adentro de nuevo. No puedes a cuenta de los goles de hace dos años.

-Pero vivimos ¿o no?

-Sí Fierita, vivimos…

**********

Al llegar al departamento, el ídolo encendió el enorme equipo de música y puso cumbia. Dio la orden a Robles para que le sirviera un plato con frutas y le llevara una botella de agua mineral. Fierita se dio una ducha fría. Robles aprovechó para agregar otra dosis a la botella. Cuando tuvo todo listo, se sentó en el sofá de cuero italiano y se metió dos latigazos en la nariz. El astro apareció con una toalla atada a la cintura y con otra secándose el pelo.

-¿Sacaste la ropa del closet? – preguntó el goleador.

-No aún

-¿Y qué esperas?

-No sé qué te vas a poner…

-Da lo mismo. Tráeme zapatillas y algo liviano. ¿Tienes alguna cosa?

-¿Algo como qué?

-Algo con qué pararme. No voy a aguantar el entrenamiento. Menos con este sol.

-¿Para qué quieres ahora si dijiste que te puedes desgarrar? Estamos a dos días del partido, puedes salir sorteado para el antidoping…

-¡Puta madre! No jodas. Dame de esa mierda. Si voy al examen, lo arreglo y ya está…

-No tengo, se acabó todo

-¡Vamos Roblecito! ¿Quieres las minas que a Fierita le sobran? ¿Las promotoras de zapatillas o las bailarinas del programa al que fui la otra vez? ¿Hay alguna ropita que te guste?

-Toma. Haz lo que quieras y, si puedes, métete todo el puto paquetito. Búscalo ahí – dijo molesto Robles, le lanzó la billetera y fue a la habitación a sacar la ropa para que Fierita se vistiera. Volvió y lanzó sobre el sillón un par de zapatillas, jeans y una camisa de seda negra. El goleador comía fruta afanosamente sentado sobre uno de los pisos de la cocina.

-¡Cómo me pegó el polvito! – dijo lanzando desde la boca un pequeño trozo de manzana.

-¿Está bueno?

-Buenísimo maestro, buenísimo. ¿Qué hora es?

-Nueve veinte – dijo Robles.

-Ya estoy atrasado. Me visto y volamos.

-¿Volamos?

-¿Acaso no vas? – preguntó el goleador.

-No, quiero irme a casa o quedarme, si me dejas.

-¿Tienes la llave de acá?

-Sí

-Como quieras, pero si te quedas tienes que ir al supermercado, necesito algunas cosas.

-En realidad prefiero ir a casa para estar con la niña, no la veo hace tres días – aclaró Robles arrepintiéndose.

-¡Qué marica eres!

-Estoy agotado Fiera.

-Dale, vamos. Vas a tomar aire, el día está lindo. Te pones a la sombra de los quitasoles y me esperas. Anda maestro, vamos. Te paso ropa limpia. Luego, si quieres, te llevo de compras y te dejo en casa.

Robles aceptó, condujo el auto hasta el campo de entrenamiento. Le preocupaba el semblante del artillero. Sudaba demasiado, hacía muecas y aspiraba seco cada tanto. Pasaron raudos por la puerta del estadio, sin detenerse a firmar autógrafos para los hinchas. Llegaban media hora más tarde. El goleador se miró en el espejo retrovisor, revisó su nariz, secó la cara con un pañuelo desechable y se echó a la boca un puñado de pastillas de menta.

-¿Vas bien?- preguntó Robles.

-Como avión – el ídolo le hizo un guiño, sonrió y bajaron. Los compañeros del goleador ya trotaban alrededor de la cancha en pequeños grupos. Fierita asomó al rato en la cancha con buzo y cruzó un par de palabras con el entrenador. Éste le hizo una serie molestos ademanes por el atraso y lo envió a trotar.

Robles se sentó en la terraza bajo un quitasol para ver el entrenamiento. Fierita alineaba en el equipo titular. Lo vio hacer dos goles. Un buen indicio, se dijo. Bebía un vaso de agua mineral cuando sintió una pesada mano en el hombro, a sus espaldas.

-Su trabajito, con premios y todo, no es ni la centésima parte de lo que debo pagarle al sinvergüenza de su amigo por echarlo – dijo la voz.

-Lo sé… Aunque es mi amigo ¿sabe?

-¡Su amigo! ¿Me dice que quiere llevarse toda la vida como nana de este tipo? Créame que no vale la pena. Además está loco. ¡Mírelo! – El goleador se desplomó en la cancha tras marcar otro gol y empezó a dar convulsiones en medio de las risas de sus compañeros que festejaban la ingeniosa nueva celebración de Fierita.

-Esta mañana, cuando íbamos a su casa, hizo algo parecido– dijo Robles.

-¿No le digo? Está loco. Es un genio, pero no la mete adentro– afirmó la voz.

Fierita no se levantaba. Todos comenzaron a preocuparse. Robles se paró al darse cuenta de que el goleador no tenía ninguna reacción y yacía sobre el pasto.

-Parece que es grave – dijo Robles pasándose la mano por la cabeza.

-¿Le aconsejo algo Robles? Raje de acá, porque parece que se le fue la mano con las dosis. Porque si lo que está pasando acá es verdad, y no es otra bromita de su amigo, lo van a culpar a usted ¡Raje Robles, raje! Le voy a depositar la plata, no se preocupe. ¡Váyase de acá!

Robles contuvo un suspiro. Miró a la cancha, se calzó los lentes de sol y echó a caminar disimuladamente por un costado hacia la salida del campo de entrenamiento. Tomó un taxi y se fue al departamento de Fierita. Desde allí telefoneó a su madre y preguntó por la niña. Todo estaba bien en casa. Encendió el televisor y puso fútbol europeo.

Luego salió al balcón y miró la inmensa ciudad allá abajo con un cigarrillo en la mano. Volvió al living, se sentó en el sofá de cuero italiano, sacó de su billetera toda la cocaína que llevaba en ella, azotó su nariz hasta acabarla completamente y esperó.