La Roja no supo matar y terminó suicidándose
Un descomunal error de Marcelo Díaz, a los 20 minutos, le entregó el triunfo y la Copa Confederaciones a Alemania. Chile pudo y debió liquidar en los primeros minutos, pero dejó ir sus posibilidades y frente a un cuadro estructurado y pragmático, como el teutón, ese déficit de concreción suele ser fatal. Como sea, muchachos, nadie tiene derecho a reprocharles nada.
No fue, por cierto, el epílogo soñado y esperado. La contundente Alemania de esta Copa Confederaciones se había quedado con la Copa claramente no por méritos propios y el 1 a 0 que permanecía en el marcador del Zenith Arena de San Petersburgo, Rusia, dolía como herida lacerante que de seguro tomará tiempo para cicatrizar. Porque la Roja nunca fue inferior, más bien fue todo lo contrario, y, sin embargo, a pesar de jugar mejor y mostrar siempre más ambición de triunfo no sólo no supo matar, sino que terminó por suicidarse.
Las derrotas son siempre dolorosas. Esta, ciertamente, duele mucho más. Porque cuando Chile era más que Alemania, cuando se veía que el gol rondaba en el arco de Ter Stegen, a los 20 minutos de juego se produjo el error garrafal, descomunal, de uno que no acostumbra a fallar: Marcelo Díaz.
Y es que el volante, con varias alternativas para elegir en esa jugada que lo dejó como eventual último hombre, optó por la peor de todas. Pudo entregar a Medel o a Jara, incluso al propio Bravo, pero en lugar de ellos quiso eludir al hombre que había ido a marcarlo y este –Werner- le robó el balón para cedérselo prontamente a un Stindl que sólo esperaba empujar la pelota frente a un arco desguarnecido.
¿Qué había hecho Alemania hasta ese momento? Cero. Nada. Era la Roja la que se adueñaba del balón y del terreno para visitar con frecuencia el arco de Ter Stegen y procurarse al menos tres oportunidades claras de gol. El repliegue germano, desde el pitazo inicial, no podía impedir que fuera el rival quien dominaba el juego y las acciones. Como en el partido de la fase de grupos, el equipo dirigido técnicamente por Joachim Loew mostraba por el campeón de América un respeto que hasta se antojaba insólito, considerando los históricos blasones de su fútbol tetra campeón del mundo.
Para ganarle a un cuadro como el alemán no sólo no se pueden cometer errores; tampoco se puede perdonar llegando a tiro de gol. Y la Roja, que nos los había cometido, cometió el imperdonable pecado de fallar todas y cada una de las ocasiones que se procuró.
Pudo abrir la cuenta Aránguiz, cuando recién corrían 4 minutos tras espléndida habilitación de Vidal, sólo que el volante del Bayer Leverkusen demoró el disparo lo justo para que el grandote moreno Ruedinger llegara a trabar para enviar el balón al córner. Pudo Alexis, en el minuto 11, pero también se demoró más de la cuenta tras cazar una pelota que había quedado ahí, tras un rebote. El mismo Sánchez, tras remate de Vidal ante el cual Ter Stegen había dado rebote, no pudo encontrar nunca el claro que buscó para asegurar la conquista.
Estábamos en eso, lamentando nuestra “mala suerte” para no hablar derechamente de impericia, cuando se produjo la falla descomunal de Marcelo Díaz que propició el gol alemán. Y este cuadro teutón es tan sólido, tan pragmático, que quedó la pesimista impresión de que, para recuperar el equilibrio en las cifras, la Roja no sólo debía jugar aún mejor de lo que hasta ahí lo había hecho, sino que apelar incluso a una genialidad.
El tanto alemán –tan inesperado como injusto, a pesar de que en el fútbol la justicia ha sido frecuentemente un concepto relativo- desnudó, además, la imprecisión exasperante de Vargas en cada pelota que hasta había tocado. Y respecto de Díaz, ni hablar. Por más que nadie le reprochó nada, fue evidente que su imperdonable y grosero error lo había derrumbado sicológicamente.
Marcelo Díaz ya nunca volvió a mostrar el aplomo y esa seguridad de la que siempre ha hecho gala y no sólo pareció “ido” del partido por largos minutos, sino que las veces que debió intervenir dejó en claro su nerviosismo, al punto que, en el minuto 36, otra mala salida suya permitió el arranque en solitario de Goretzka, por la banda derecha.
Por suerte para la Roja, el remate cruzado de este se perdió por el costado opuesto.
Fueron esos, sin duda, los únicos minutos favorables a Alemania. El inesperado gol teutón había calado hondo y se notaba. Draxler, a los 40, desvió desde buena posición y a los 45, producto de otro error descomunal, esta vez de Jara, tuvo que achicar Bravo ante Goretzka para impedir lo que habría significado la segunda conquista alemana, a esas alturas no cabe duda, tan decisiva como demoledora.
Si Alemania había afrontado el partido desde el pitazo inicial de “chico a grande”, a favor de la ventaja en la segunda etapa no sólo no perseveró en su conservador esquema, sino que lo acentuó. Consecuencia: a Chile le costaba el doble acercarse con ciertas posibilidades a Ter Stegen, porque no sólo había que traspasar la sólida línea de volantes alemanes dispuestos, además, a recurrir una y otra vez al “foul táctico”que corta la jugada y facilita el repliegue, sino que, superada esa línea, se topaba con una zaga alemana aplicada y eficiente.
Es aquí donde surgen los problemas endémicos de nuestro fútbol: al no tener buen juego aéreo ofensivo, al carecer de buenos rematadores de distancia, la Roja se ve obligada a buscar en trazos cortos que, en espacios por lo demás reducidos, siempre tienen más posibilidades que fracasar que de tener éxito.
En ese panorama, con todo el terreno de juego entregado voluntariamente por los alemanes, a Chile no le quedó otra alternativa que buscar en el centro, en la refriega, la posibilidad del acierto o, en su defecto, del error alemán. Y, lo sabemos bien, un jugador alemán rara vez se equivoca, por último porque preferirá mil veces ser tildado de “tronco” y tirarla a la galería que correr el riesgo de perjudicar a su equipo.
Igual llegó la Roja, pero ya sin la claridad con que lo había hecho en la primera etapa. Y, por cierto, mucho más espaciadamente. Por ahí Vargas ensañó una media vuelta que exigió a Ter Stegen; por ahí Vidal elevó cerca del arco un balón que le quedó tras una jugada de Alexis; por ahí Aránguiz volvió a probar a un Ter Stegen que tuvo que exigirse a fondo para mandarla al córner.
Pero el tiempo corría inexorablemente a favor de Alemania y en contra de los nuestros. Y las últimas oportunidades de alcanzar otra proeza se fueron en los pies de Sagal, que elevó de media vuelta una pelota que sobre la línea de fondo había peleado y ganado Puch, y en los de Alexis, que sirvió un tiro libre (falta a Valencia), que obligó a Ter Stegen otra vez a exigirse a fondo.
Y no hubo tiempo para más. La posibilidad cierta de haber ganado esta Copa Confederaciones se había escurrido lastimosamente. Cierta, porque en el balance general la Roja fue más que Alemania, sólo que no supo “matar” y hasta terminó haciéndose un doloroso “harakiri”.
Como sea, los muchachos de la Roja no tienen nada que reprocharse. Nosotros tampoco podemos reprocharles nada. Se la jugaron con todo y sólo una jugada desgraciada los privó de haber entregado, muy probablemente, otra alegría. Sin ninguna duda, este grupo de jugadores es mucho más grande que el fútbol al que representan.
PORMENORES
Partido final de la Copa Confederaciones.
Estadio: Zenith Arena, de San Peterburgo, Rusia.
Público: 57.268 espectadores.
Arbitro: Milorad Mazic, de Serbia.
CHILE: Bravo; Isla, Medel, Jara, Beausejour; Aránguiz (81’ Sagal), M.Díaz (53’ Valencia), Hernández, Vidal; Sánchez, Vargas (81’ Puch).
ALEMANIA: Ter Stegen; Kimmich, Mustafi, Ruedinger, Hector; Ginter, Goretzka (90+1’ Süle), Draxler, Stindl; Rudy y Werner (79’ Can).
GOL: Stindl, a los 20’.
Tarjetas amarillas: en Chile, Jara, Bravo y Vidal; en Alemania, Kimmich, Rudy y Can.