Eurocopa 2016: menos europea y más universal

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Por Jorge Castillo Pizarro
Actualizado el 15 de junio de 2016 - 11:01 pm

  • Como nunca antes en sus 56 años de historia -reflejando los crecientes fenómenos migratorios por razones humanitarias, políticas y económicas- el torneo de selecciones del Viejo Continente es un mosaico étnico cada vez más amplio y enrevesado que le aporta mayor atractivo y calidad.

El fenómeno llamó la atención con Holanda y Francia, a fines de los 70.

La primera, incorporando tímidamente a los morenos venidos de Surinam que le dieron un plus a la Naranja Mecánica, que ya sin Cruyff, Neeskens y compañía no tenía más jugo que exprimir. La segunda, aceptando que el solo talento blanco no le bastaba para encaramarse al fútbol de élite e intuyendo que la captación de los miles de chicos venidos de sus ex colonias africanas, árabes y caribeñas sería la catapulta que les faltaba.

Con el aporte inmigrante de Ruud Gullit y Frank Rijkaard, entre otros, Holanda salió de perdedores en la Eurocopa de 1988 y se ha mantenido en la cúspide desde entonces. Gracias a Marius Tresor y Jean Tigana, Francia deslumbró en el Mundial de 1982, campeonó en la Eurocopa de 1984 y 2000 y con nuevos e ininterrumpidos aportes no paró más hasta llevarse la corona mundial en 1998.

¿Pudieron ambas naciones dar ese salto de calidad prescindiendo de la mezcla racial?

En el fútbol nada es concluyente, pero basta un repaso de los logros alcanzados a partir de esa decisión crucial para responder negativamente.

No por nada otras naciones comenzaron a imitar, y con mucho éxito, ambos ejemplos.

El fenómeno es unidireccional. Es decir, países africanos y árabes, como también las ex repúblicas yugoslavas más débiles, oxidadas naciones comunistas muy violentadas y empobrecidas, como Albania, o abastecedoras por décadas de mano de obra barata a vecinos desarrollados, como Turquía, suministran talentos a los poderosos, privándose ellas de enriquecer sus selecciones. Resignación pura ante su incapacidad de impedir el éxodo que por variadas razones sigue inatajable.

Además de Holanda y Francia, actualmente, naciones como Alemania, Bélgica, Suiza, Inglaterra y Portugal llevan la delantera en esto. Con mucho éxito las tres primeras, con menos suerte las restantes dos. Más incipientemente también se están sumando los países escandinavos. La selección de Suecia por ejemplo, ya hizo jugar en la década anterior al chileno Matías Concha, hijo de exiliados, y bien pudo suceder lo mismo con Miiko Albornoz si Jorge Sampaoli no lo hubiese capturado a tiempo para la Roja. Pero no sería raro que otros descendientes de chilenos lleguen a la selección mayor de Suecia, pues son decenas los infantiles y juveniles que juegan en las categorías menores de los clubes profesionales y algunos han sido convocados a defender los colores azul y amarillo.

El caso de Alemania es insuperable y difícilmente imaginable hasta hace poco, considerando su historia repelente a la diversidad étnica. Pero eran otros tiempos. Ahora, a despecho de los grupos neonazis infiltrados en algunas barras que intentan frenar la mezcla racial, la Federación Alemana de Fútbol ha optado por la integración, potenciando su selección al punto de ser la actual campeona mundial y mantener un nivel muy difícilmente superable. La sangre negra de Gérome Boateng, Sidney Sam, Antonio Rudiger y ahora de Leroy Sané, aparte de otros varios que han vestido la camiseta germana en los últimos años, está siendo una inyección de nuevas habilidades para la Mannschaft, tal como después de la Segunda Guerra Mundial empezaron a serlo los polacos o también recientemente los turcos.

Lo de Bélgica es tal vez el caso más ilustrativo. De ser tradicionalmente un fútbol de muchos altibajos y estar desde hace 45 años siempre bajo la sombra de Holanda, despuntó hasta ser hoy una de las mejores selecciones del mundo gracias a que en la última década incluyó en el equipo nacional a los primeros hijos de inmigrantes negros y árabes que habían hecho carrera desde las cadetes y estaban ahora jugando en primera división.

La seguridad defensiva de Vincent Kompany, Anga Boyata, Jason Denayer, Christian Kabasele y Jordan Lukaku, la dinámica creativa de Marouane Fellaini, Moussa Dembelé, Radja Nainggolan, Yannick Carrasco y Axel Witsel, o la velocidad y potencia goleadora de Romelu Lukaku, Christian Benteke, Divock Origi y Michy Batshuayi son hoy el ejemplo más exitoso de este fenómeno. Catorce de sus 23 jugadores tiene sangre foránea. Su amalgama con los talentos de las etnias originarias flamenca y francesa ha sido perfecta.

Suiza también ha sabido sacar provecho. Equiparando a Bélgica, su equipo nacional también está hoy poblado de 14 jugadores de sangre extraña: albaneses, kosovares, turcos, africanos y hasta chilenos, como es el caso del lateral izquierdo Ricardo Rodríguez, cuyo hermano menor, Francisco, rechazó las convocatorias de Sampaoli.

El despegue suizo ha sido paulatino. Fue algo lento primero, con la sola incorporación de jugadores de origen turco, uno de cuyos mejores exponentes, Gokhan Imler, hizo de capitán en el Mundial de 2014, no solo por su calidad, sino que por ser considerando como símbolo de la nueva integración étnica helvética.

El ritmo se aceleró en la década pasada, con la irrupción de los ya citados albaneses, pero también con los jugadores bosnios y macedonios llegados siendo niños o naciendo en suelo suizo a comienzos de los años 90. Así, un habitual imitador menor del fútbol alemán empezó a plasmar un sello propio que lo llevó ser campeón mundial Sub 17 en el año 2009. A esta Eurocopa clasificó primera e invicta en su grupo. En su debut en el torneo venció 1-0 a Albania, que está feliz de jugar por primera vez en una fase final, pero lamentando que al menos siete de sus mejores jugadores luzcan la camiseta suiza, los más, y alemana, en el caso de Shkodran Mustafi, defensa que convirtió el primer gol en el triunfo 2-0 de Alemania sobre Ucrania en su estreno en la competencia continental.

Por ahora para los países víctimas de la diáspora no cabe sino resignación. Deberán empeñarse en lograr un futuro político, económico y social mejor para poder retener a sus más apreciados talentos.