El clan Ceaucescu supo hacerse sentir en la cancha

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Por Jorge Castillo Pizarro
Actualizado el 13 de junio de 2017 - 1:48 pm

El dictador y su familia dieron cátedra sobre cómo manipular al deporte más popular. Ejemplos hay muchos, acá relatamos los más increíbles.

Un músico de Aparcoa, grupo de la Nueva Canción Chilena, me relató años atrás una experiencia vivida en la televisión rumana durante una gira europea en la primera mitad de 1973.

Poco más que veinteañeros, los barbudos miembros de Aparcoa se pasearon durante seis meses por importantes países de la Cortina de Hierro con su look de “jóvenes revolucionarios latinoamericanos”. En ninguna parte hubo problemas, salvo en Rumania, dominada en esos años por el dictador Nicolae Ceaucescu.

Aunque la diferencia idiomática hacía innecesaria cualquier censura a las estrofas, en la televisión estatal se cuidaron de que el golpe de vista del conjunto musical durante un show estelar fuese un mal ejemplo para la juventud masculina de pelo corto, como se puede apreciar en cualquier foto futbolística de época del este europeo.

“A mí me hicieron la ‘permanente’ para ajustarme el pelo hacia arriba y que no se viera tan desordenado, y para atenuar mi barba me la blanquearon con polvo talco”, me contó el guitarrista Juan Palomo, quien así comprendió de golpe de qué se trataba aquello del estalinismo.

Porque debe haber sido muy “especial” el régimen de Ceaucescu para que en diciembre de 1989, en plena caída del bloque comunista, fuese fusilado junto a su esposa Elena, lo que no ocurrió con ningún otro colega caído en desgracia en el desplome de dominó de la Unión Soviética y sus satélites.

La libertad fue aprovechada rápidamente por los futbolistas. Justo en ese tiempo crecía la mejor camada de la historia rumana, liderada por Gheorghe Hagi, apodado el “Maradona de los Cárpatos”. Él y sus mejores compañeros fueron reclutados casi de inmediato por importantes clubes europeos. Hagi, naturalmente, dio el salto mayor y en 1990 llegó al Real Madrid, con 24 años de edad, aunque con el correr del tiempo terminaría recalando en el Barcelona.

Fue un cambio imposible de pensar años antes. Ningún jugador rumano pudo salir al exterior antes de la caída del comunismo. Y hubo muchos de calidad suficiente para haber probado suerte afuera, entre ellos el goleador Dudú Georgescu, el zaguero Cornel Dinu y el armador Florea Dumitrache, en los años 70, y los talentosos Laszlo Boloni e Illie Balaci  y los artilleros Anghel Iordanescu y Rodion Camataru, en los 80. Para sus carreras deportivas la democracia llegó tarde.

Pero Hagi y los de su camada, responsables de la mejor etapa del fútbol rumano entre la mitad de los años 80 y todos los 90, sí pudieron participar en las mejores ligas europeas.

Para Hagi, particularmente, fue un desahogo. Hasta entonces vivió en un permanente tironeo de la dictadura. No por ser disidente, sino que por su enorme talento.

Surgido en 1982, con tan solo 17 años, en el Farul Constanta, a los 18 se lo apropió el Sportul Studentesc, propiedad de Nicu Ceaucescu, hijo menor del tirano.

Cuatro años alcanzó a estar Hagi en el Sportul. En 1987, luego de que el año anterior ganase épicamente al Barcelona la Copa Europea de Clubes (antecesora de la Champios League), el Steaua de Bucarest debió dirimir la Supercopa de Europa frente al Dínamo de Kiev.

Pese a la calidad del plantel, el Steaua consideró que debía reforzarse. Y tenía cómo hacerlo.

Por un lado, era el equipo del Ejército; por otro, lo controlaba Valentín Ceaucescu, el hijo adoptivo del tirano.

Se produjo así un tira y afloja entre los hermanos Ceaucescu. Finalmente, pese a no ser el favorito de la familia, Valentín hizo valer el poderío institucional del Steaua y Hagi firmó un contrato por pocos días, los suficientes para disputar en el balneario de Mónaco el partido clave frente al equipo soviético.

Como era esperable, el Steaua ganó su segunda final en pocos meses gracias, precisamente, a un gol de tiro libre de Hagi. El éxito de la maniobra significó que de inmediato el contrato del astro fuese prorrogado indefinidamente y así Hagi jugó sus últimos años “locales” en el más poderoso club rumano. Para regocijo de Valentín y pesar de Nicu.

Esa disputa familiar no es el único hecho futbolístico increíble en la dictadura rumana.

También lo fue la cerrada lucha por la hegemonía entre el propio Steaua y el Dínamo de Bucarest, el equipo de la policía secreta, y del que era adepta Elena, la primera dama.

Aunque muchas veces se alude a que el Steaua fue el gran favorecido por la dictadura, lo cierto es que en la época comunista fue el Dínamo el más triunfador, con 18 copas de liga, frente a las 14 del Steaua. Claro que este último obtuvo los dos únicos títulos europeos. Y si fue capaz de esto es que poseía la calidad suficiente para lograrlo sin ayudas extrañas.

Pero más allá de las elucubraciones, el escándalo mayor del fútbol rumano tuvo como protagonistas a ambos clubes. Sucedió en 1988, casi en el epílogo del régimen, cuando la final de la Copa de Rumania (una suerte de Copa Chile) los enfrentó.

El encuentro disputado en agosto de ese año estaba igualado a 1 hasta el minuto 87. En ese instante, el delantero Balint, del Steaua marcó el 2-1, pero en medio de los abrazos un juez de línea anuló el tanto.

Los enfurecidos jugadores del Steaua se fueron contra el árbitro y se armó una trifulca que llevó a la televisión estatal a censurar la transmisión, desviando las cámaras fuera del ángulo de la pelea.

Desde la tribuna, Valentín Ceaucescu hizo un gesto al equipo, el que se retiró de la cancha, y el encuentro fue suspendido, aunque los jugadores del Dínamo festejaban en cancha lo que suponían era su victoria por el retiro del adversario.

Durante cuatro días el mundo del fútbol no supo cuál había sido el resultado final. Hasta que la federación rumana de fútbol informó que finalmente había validado el gol de Balint -haciendo caso omiso del retiro del Steaua de la cancha- y le dio el título al equipo del Ejército. Posiblemente el dictador hizo pesar una razón de Estado.

Años más tarde, Valentín -hoy el único sobreviviente de la dinastía- justificó el retiro indignado del Steaua afirmando que la anulación del gol del triunfo “era una injusticia, no podía permitirlo y no me arrepiento de lo que hice”.

En la vereda del frente, el entrenador del Dínamo, el prestigioso Mircea Lucescu, retrucó afirmando después que aquello “fue una mancha en la historia del fútbol rumano, como las del italiano en la época de Mussolini”.

Y Lucescu sabía bien de qué se trataba esto. Años antes del escándalo y cuando el Steaua insinuaba lo que sería su época de oro, estuvo a punto de ser su entrenador. Pero el propio Valentín Ceaucescu lo despreció enviándolo al Dínamo, diciéndole que “es mejor que te vayas al Dínamo, vamos a necesitar un rival fuerte con el que competir para no aburrirnos”. La verdad es que Valentín tenía una fe ciega en un novel preparador, Anghel Iordanescu, que le dio la razón al armar el formidable equipo dos veces campeón europeo.

Ya en democracia, en un intento por reparar el aparente dolo en aquel título, el Steaua quiso devolverle la copa al Dínamo, pero este la rechazó por considerar que se trataba de un título manchado cuyo peso debía cargarlo para siempre su archirrival.