El 1 de mayo: cuando la horca calló a cuatro trabajadores, pero no pudo ahogar sus voces

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Por Eduardo Bruna
Actualizado el 1 de mayo de 2023 - 9:00 am

Este lunes se conmemora un día más del mundialmente conocido “Día del Trabajo y de los Trabajadores”. Una huelga convocada ese día, pero del año 1886, en Estados Unidos, evidenció que la clase trabajadora organizada podía hacer valer derechos fundamentales. Todo terminó trágicamente, con cinco manifestantes condenados a muerte.

Por EDUARDO BRUNA / Foto: ARCHIVO

Se celebra, prácticamente, en todo el mundo, con excepción de Estados Unidos y Canadá. Decir 1 de mayo es hablar de trabajadores, asalariados que jamás han recibido la paga y la vida que como seres humanos se merecen, sin rebelarse, luchar, y hasta morir por su causa.

Para los trabajadores nunca nada ha sido gratis. Y es que, cuando en el país se promulga la ley de las 40 horas semanales, tras años de discusión y la primitiva oposición de los mismos de siempre, al trabajador actual puede incluso parecerle increíble que, para conseguir una jornada de trabajo de 8 horas diarias, hubo que luchar en las calles de Chicago, en contra las fuerzas policiales que el gobierno del presidente estadounidense, Stephen Grover Cleveland, desplegó para detener, como fuera, esta verdadera insolencia que atentaba contra el orden establecido y los intereses del empresariado.

Por increíble que parezca, la jornada laboral solía ser de 12 o 14 horas. Y más si los patrones lo consideraban necesario. La llamada Revolución Industrial, producida en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, había significado mecanizar y aligerar muchos procesos productivos pero, al mismo tiempo, moldear una clase obrera que fue sustituyendo en gran medida al trabajador del campo.

Impelidos a la búsqueda de una mejor vida, cientos de miles de peones abandonaron las zonas rurales para crear polos urbanos tan bullentes como miserables.

A fines del siglo XIX, Chicago era la segunda ciudad más grande de Estados Unidos, por número de habitantes. Y es que día a día, semana a semana, seguía recibiendo, aparte de migrantes, trabajadores rurales de todas partes del país. Los suburbios, sobre todo, significaban barrios enteros de gente viviendo en pésimas condiciones.

Las reivindicaciones laborales eran, ciertamente, muchas. Sin embargo, había una básica: la jornada de 8 horas. Que tenía una máxima: ocho horas de trabajo, ocho para el descanso y ocho para el sueño reparador que permitiera seguir trabajando al día siguiente.

Existían, por esos años en Estados Unidos, dos organizaciones laborales. Siendo mayoritaria en cuanto a integrantes la Noble Orden de Los Caballeros del Trabajo, tenía más preponderancia la American Federation of Labor, para algunos liderada por socialistas y, para otros, por anarquistas.

La historia cuenta que, en 1868, el presidente Johnson promulgó la Ley Ingersoll, que establecía la jornada de ocho horas. Diecinueve estados sancionaron leyes reconociendo las jornadas máximas de ocho y diez horas, pero siempre estableciendo cláusulas que permitían aumentarlas a entre 14 y 18 horas, según fueran las “necesidades” del empresario. Y esas cláusulas eran siempre aplicadas.

Ello llevó a las organizaciones laborales y sindicales de Estados Unidos a movilizarse, desatando la furia del empresariado y de gran parte de la prensa estadounidense que, reaccionaria, se alineó con las tesis empresariales. Fue común, por aquellos intensos días, leer artículos en que se calificaba al movimiento laboral como “irrespetuoso e indignante”. O “delirio de lunáticos antipatriotas”.

Imposibilitados de obtener algo a través del diálogo, durante años, el sábado 1 de mayo de 1886 más de 200 mil trabajadores iniciaron una huelga que se masificó hasta límites insospechados. Unos pocos, más afortunados, obtuvieron la conquista mediante la simple amenaza de paro.

Las movilizaciones se prolongaron los siguientes días. La producción se mantenía gracias a los denominados “rompe huelgas”, o esquiroles en la jerga de los trabajadores.

Pero la indignación de los obreros fue creciendo no sólo tras ver que se ponía oídos sordos a sus peticiones, sino luego de informarse que en muchas empresas los abusos se profundizaban. La fábrica de maquinaria agrícola Helmans, por ejemplo, pretendía descontar a los obreros una cantidad de sus salarios para financiar con ello la construcción de una iglesia.

No faltaron, por cierto, las luchas fratricidas entre aquellos que luchaban por sus derechos y aquellos que, tan pobres y miserables como ellos, por sobrevivir hacían el papel de rompe huelgas.

Tras un enfrentamiento, en que la intervención de la policía significó muertos y heridos, los trabajadores convocaron a un acto de protesta. Los hechos que allí ocurrieron son conocidos como “La revuelta de Haymarket”, por el nombre de la plaza donde la manifestación tuvo lugar.

Se concentraron allí más de 20 mil personas que fueron reprimidas por 180 policías. Un artefacto explosivo estalló entre los uniformados, produciendo un muerto y varios heridos. Las fuerzas del orden abrieron fuego contra la multitud, matando a 38 personas y dejando más de 200 heridos.

Chicago fue declarado en estado de sitio y se implantó el toque de queda, deteniendo a centenares de trabajadores que fueron golpeados y torturados, acusados del asesinato del policía.

La prensa apoyó ferozmente la represión, con artículos que decían: “Qué mejores sospechosos que la plana mayor de los anarquistas. ¡A la horca los brutos asesinos, rufianes rojos comunistas, monstruos sanguinarios, fabricantes de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra cosa que proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas!”.

La prensa reclamaba un juicio sumario por parte de la Corte Suprema, responsabilizando a ocho anarquistas y a todas las figuras prominentes del movimiento obrero.

El 21 de junio de 1886, se inició la causa contra 31 responsables, que luego quedaron en ocho. Las irregularidades en el juicio fueron muchas, violándose todas las normas procesales en su forma y fondo. Tanto, que ha llegado a ser calificado de “juicio farsa”. Como los que sufrirían, décadas más tarde, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Anarquistas, para algunos, y comunistas para otros.

En los juzgados fueron declarados culpables. Tres de ellos fueron condenados a prisión y cinco a muerte, los cuales serían ejecutados en la horca. El detalle de las condenas es el siguiente:

Samuel Fielden, inglés, 39 años, pastor metodista, obrero textil, y Michael Schwab, alemán, 33 años, tipógrafo, ambos a cadena perpetua. Oscar Neebe, estadounidense, 36 años, vendedor, fue condenado a 15 años de trabajos forzados.

A muerte fueron condenados George Engel, alemán, 50 años, tipógrafo; Adolph Fischer, alemán, 30 años, periodista; Albert Parsons, estadounidense, 39 años, periodista; August Theodore Spies, alemán, 31 años, periodista, y Louis Lingg, alemán, 22 años, carpintero.

Entre ellos, hay dos casos especiales: Lingg prefirió suicidarse en su celda, al paso que Parsons, comprobadamente, nunca estuvo en la plaza Haymarket, pero se entregó para compartir la suerte de sus compañeros y fue igualmente juzgado y condenado.

Las condenas fueron ejecutadas el 11 de noviembre de 1887. La horca, finalmente, había ahogado para siempre las voces de Engel, Fischer, Parsons y Spies, pero no pudieron matar las ideas que estos “Mártires de Chicago”, como fueron conocidos de allí en adelante, siguieran propagándose por Estados Unidos y el mundo.