Crónicas de Sergio Ried: el autógrafo de Federer
Lo que era un regalo para el maestro, terminó, intempestivamente, siendo uno para el redactor de estas líneas.
Por SERGIO RIED / Foto: ARCHIVO
Aquel jueves de la tercera semana de octubre de 2006 me encontraba con mi hija Paola en el Masters 1000 de Madrid, que se disputaba en la Caja Mágica de la capital española. Un torneo que a través de los años se ha jugado sobre moqueta, en pista dura y actualmente en arcilla. Esta vez era en pista dura y en octubre, algo que iba cambiar radicalmente cuando, a partir de 2009, el torneo cambió de fecha y superficie, pasando a jugarse sobre arcilla y en abril.
El torneo tuvo todos los condimentos para ser atractivo. Con Nadal derrotado en semis por el checo Tomas Berdich y con Fernando González en la final contra Roger Federer.
Pero el objetivo de esta crónica no es analizar el torneo, sino contar mi «gaffe» con el gran Roger Federer.
Yo había lanzado mi primer libro «7 vidas junto al tenis» un par de meses antes y lleve conmigo 20 ejemplares para regalar a mis amigos tenistas, a Massú, González y a algunos colegas de diferentes países. Me quedé con el último por si antes de terminar el torneo se presentaba alguien especial que se me hubiera escapado. Lo que no pensé fue que ese alguien iba a ser nada menos que el mejor tenista de la historia, el gran Roger Federer.
Yo lo había conocido años atrás en el US Open, cuando su entrenador era Peter Lundgren, que recién había dejado de dirigir a Marcelo Ríos, por lo que habíamos entablado una cierta amistad. Fue así como durante un entrenamiento en Flushing Meadows, Peter me lo presentó y le regalé un ejemplar de mi revista Quince Cero, con él en la portada. Eso me ayudó a que de ahí en adelante siempre me reconociera y que en cada torneo en que nos encontrábamos me saludara y tuviéramos breves charlas.
Por eso no titubeé en ofrecerle mi libro aquella tarde madrileña, cuando me lo topé a boca de jarro en la sala de prensa del torneo.
Tras el saludo de rigor y cuando me disponía a autografiárselo, pensé que era mejor que fuera él quien me lo firmara, para así tenerlo como preciado recuerdo.
Esto provocó las risas del campeón, que, tras estampar su firma en el libro, me hizo prometerle que le llevaría uno para el próximo torneo en que nos encontráramos.
Cumpliendo mi promesa, le entregué uno en Roland Garros el año siguiente.