Columna de Eduardo Bruna: muerte de Piñera, el festival de la hipocresía

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Por Eduardo Bruna
Actualizado el 10 de febrero de 2024 - 9:00 am

El repentino fallecimiento en el lago Ranco de quien fuera dos veces Presidente de la República nos vino a demostrar que, como reza la sabiduría popular, “no hay muerto malo”. Sólo que, más allá del boato y los consabidos homenajes protocolares, a la gente le quedó claro que, durante tres días, todo el país estuvo invitado a un abominable y esperpéntico baile de máscaras.

Por EDUARDO BRUNA / Foto: ARCHIVO

No hay muerto malo, decía sabiamente mi abuelita. La repentina muerte de Sebastián Piñera sólo vino a demostrar cuán profunda y certera es la sabiduría popular. En cosa de horas, mejor dicho de minutos, un truhan pasó de delincuente, sinvergüenza, descriteriado, iletrado e inepto, a personificar esos méritos que se les atribuyen a los santos o, para no ser tan exagerados, a aquellos que, aparte de honestos, tuvieron la decencia de no perjudicar nunca a nadie.

La caída del helicóptero del inversionista en las aguas del lago Ranco, y del cual no pudo escapar, dio lugar a uno de los festivales de la hipocresía más abominables que ha vivido este país. Uno puede entenderlo de parte de las autoridades de gobierno, obligadas a cuidar las formas por una cuestión de protocolar respeto y para no seguir echándole leña al fuego. Puede, con mayor razón, entenderlo de gobiernos o altos personeros de la política internacional. Después de todo, nunca lo conocieron en el día a día, y se quedaron con la imagen del simplote que pretendía siempre caerles bien y simpático a poderosos o connotados de otras latitudes.

Pero que chilenos que no pudieron dejar de conocer al verdadero Piñera simulen respeto, admiración y hasta devoción por este personaje tan turbio como nefasto, sólo puede ser atribuible al baile de máscaras en el que tan a gusto nos sentimos siempre en un país de juguete, donde apartarse del rebaño suele traer las peores consecuencias.

Nadie, por supuesto, de acuerdo a los códigos de la vida, puede alegrarse de la muerte de alguien. Detrás de cualquier fallecimiento hay familiares que tienen perfecto derecho a la tristeza. Dicho con toda claridad, a nadie criterioso se le pudo haber ocurrido partir a celebrar a Plaza Baquedano. Entre otras cosas, porque fuimos miles los que lo hicimos en 2006, cuando dejó este mundo el patán con uniforme, sólo que esa breve felicidad nos duró bien poco.

Los de siempre siguieron cocinándonos a fuego lento, y aquí estamos, con las banderas y las vuvuzelas bien guardadas en el entretecho.

Lo peor es que el festival de la hipocresía, la falsedad y la impostura nos consumió gran parte de la semana. La colosal tragedia de Viña del Mar, con muertos, desaparecidos y miles de casas consumidas por las llamas, pasó a un ominoso y absoluto segundo plano. Aparte de un funeral de Estado, obligado por las normas, debíamos estar preparados para que los falsos y/o los zopencos de siempre, nos elevaran a Sebastián Piñera Echenique a aquellos altares que son exclusivos para los tipos excepcionales, dignos de la más genuina y merecida admiración.

“Fue un estadista”, le escuché a varios. “Siempre demostró su amor por Chile”, dijeron otros. “Fue muy humano”, lo repitió una y otra vez Evelyn Matthei, olvidando por completo su condición de víctima de las maquinaciones de este siniestro personaje.

El lenguaje plagado de hipérboles se tomó por completo los salones y las calles. Mientras un ciudadano común desafiaba el calcinante sol del mediodía frente a la Catedral, señalando que “vengo a rendir un homenaje a un Presidente que fue puro pueblo”, Pedro Pablo Errázuriz, ministro de Telecomunicaciones y Transporte durante el primer gobierno de Piñera, cometía la desvergüenza y la insensatez de comparar al fallecido con Leonardo da Vinci. ¿Es que no conoces la cordura y el pudor, Errázuriz?

Desde que un imbécil se atrevió a calificar al patán con uniforme de “estadista”, la vara quedó muy baja. Demasiado baja. Piñera Echenique apenas puede anotarse éxitos esporádicos en sus dos períodos. La primera, qué duda cabe, fue el rescate de los 33 mineros. La segunda, la oportuna compra de vacunas para combatir a un covid que hacía estragos y parecía imparable. Sólo que eso es equivalente a calificar como ídolo o crack al jugador de fútbol que en todo un campeonato apenas marca dos goles. En prácticamente todo lo demás, Piñera fue un Presidente de derecha que fue consecuente en la defensa de los derechos de aquellos que lo eligieron, entre otras cosas porque en juego estaban sus propios privilegios.

Ocurre que este “estadista” se robó un banco y, protegido por Mónica Madariaga, ministra de Justicia de la dictadura, no le salió ni por curado, como se dice popularmente. Pero tras su huida y el sofocón, sus sinvergüenzuras no pararon. Gente informada cuenta que la idea de las tarjetas bancarias pertenecía a Ricardo Claro, pero que este también magnate cometió la colosal ingenuidad de encargarle a Piñera viajar a Estados Unidos para ver cómo funcionaba el negocio.

Siendo accionista, e integrante del directorio de LAN Chile, compró miles de millones de pesos en acciones de la compañía, contando con información privilegiada. Descubierto, pagó una millonaria multa que de todos modos le dejó una ganancia obscena. Siguió con la compra de las denominadas “empresas zombies”, que no valían nada para nadie, excepto para él, porque le vinieron de maravillas para eludir millones y millones de dólares en pago de impuestos. Y robándole al Fisco, nos robó graciosamente a todos nosotros.

“Siempre quiso mucho a Chile”, fue frase recurrente. Tanto era su amor por Chile, que la mayor parte de su fortuna la puso en paraísos fiscales, y en el conflicto con Perú, en La Haya, resultó el único ganador luego de que un fallo adverso para el país demostrara que, por lo que pudiera pasar, él había adquirido acciones en una compañía peruana que iba a ser favorecida con más territorio marítimo del que antes explotaba.

Tanto quería Piñera a Chile, que jamás dejó de cobrar su jubilación como ex Presidente a la que habría renunciado cualquier multimillonario con una pequeña cuota de decencia. Tanta era su devoción por este suelo, que metió de pavo a dos de sus hijos en el avión oficial para que, emprendedores ellos, igual que su padre, viajaran gratis a China a hacer negocios particulares.

Ese es el personaje al que, muerto en el lago Ranco, hoy se quiere beatificar. Un tipo que prácticamente nunca estuvo ajeno a los episodios turbios de las altas finanzas, tan comunes y frecuentes en este país que ya casi ni nos asombramos.

Pero lo peor de todo esto es que no faltaron los zopencos que, disimulando la poca vergüenza que les queda, contribuyeron a ensalzarlo en sus declaraciones a la prensa y en los infaltables discursos fúnebres. Menos se echará de menos el flaiterío ignorante que, seguramente, ya planifica erigirle una animita a la orilla del Ranco.

¡Viva Chile…! Díganme si no es exquisito vivir en un país plagado de hipócritas, mentirosos y falsos.