Columna de Eduardo Bruna: Martín Vargas, un ídolo cabal, pero no el mejor

Imagen del autor

Por Eduardo Bruna
Actualizado el 30 de septiembre de 2024 - 12:19 pm

Su carisma, desplante y una pegada de peso pluma, encumbraron al osornino a un pedestal del que, a pesar de los claroscuros de su trayectoria y su vida, nadie lo ha podido bajar. Vaya usted a decirles a aquellos que lo adoran y lo admiran, que hubo en la historia de nuestro pugilismo, varios mejores que él sobre el encordado…

Por EDUARDO BRUNA / Foto: ARCHIVO

Tenía el desplante de los distintos y la pegada de los privilegiados. Martín Vargas fue, sin lugar a dudas, el último gran ídolo del boxeo chileno, antes que éste entrara en un cono de sombras que ya semeja un hoyo negro del que es imposible escapar. Y aunque no fue, ni con mucho, el mejor boxeador de nuestra historia, sigue siendo querido y admirado por todos aquellos que lo llevaron hasta lo más alto de ese podio que sólo ocupan unos pocos elegidos.

Y no es poco, considerando que su vida y su trayectoria sobre el ring está llena de claroscuros. Tal vez porque, cuando un deportista se gana merecidamente el cariño del aficionado, luego resulta imposible bajarlo de ese pedestal.

Osornino, proveniente de una familia humilde, pero dueña de una dignidad que hoy parece extraviada en las clases proletarias, Martín Vargas llamó la atención desde el día mismo de su debut, con 18 años, el 23 de marzo de 1973.

Y es que, a pesar de su pequeña contextura, que lo situaba como peso mosca (50.802 kilos), el muchacho tenía una pegada equivalente a un peso pluma (57.152 kilos), como lo determinarían estudios científicos realizados años después. En otras palabras, se trataba de una mina de oro para cualquier promotor que se atreviera a apostar por él.

Fue Lucio Hernández el primero en descubrir su potencial, convenciéndolo para firmar un contrato que, trabajo y planificación mediante, lo llevaría algún día a las grandes ligas del boxeo mundial. Sin embargo, Hernández se dio cuenta pronto que iba a necesitar de un respaldo económico que él no tenía y, merced a sus vínculos con políticos y empresarios, logró interesar a un grupo de financistas que, bajo el nombre de Prodep, impulsarían la carrera de Martín Vargas hasta llevarlo a la consecución del título mundial de la categoría.

Martín alcanzó una situación ideal para cualquier deportista: recibiría fijo un buen sueldo mensual y, además, cuando combatiera, la bolsa, hechos los descuentos del caso, sería enteramente suya.

Una cadena de victorias lo llevaron al título sudamericano de la categoría y a su clasificación en los dos rankings mundiales que en esa fecha existían: el del Consejo Mundial de Boxeo (CMB) y el de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB). En ambos, Martín aparecía como el retador seguro. Sólo era cosa de tiempo (y de sucesivos triunfos), para desafiar a Miguel Canto o a Guty Espadas, ambos mexicanos y dueños de la corona del mundo.

Todo aconsejaba ir por la AMB. Guty Espadas era un noqueador notable, pero frente a Martín sería una pelea de cara o sello. Dicho con claridad, quien pegara primero se llevaría el cinturón. Pero se optó por el CMB y, si bien Miguel Canto distaba con mucho de ser un noqueador, era en cambio un eximio, un maestro del ring. Este eventual combate sólo podría tener un desenlace: o Martín lograba meter una mano justa, o Canto podría darle un paseo durante 15 extenuantes rounds.

Lo que ocurrió, se conoce de sobra. Martín hizo una buena presentación en Mérida, perdiendo por puntos, pero en la revancha escenificada en Santiago el mexicano brindó una demostración maciza de categoría y la verdad es que hasta hoy me cuesta entender cómo fue que el nuestro terminó en pie.

No costó mucho que la carrera de Martín volviera a enrielarse. Incluso logró un impulso bajo la dirección técnica del argentino Osvaldo Cavillón. Y es que no sólo limó algunos claros ripios defensivos, sino que mejoró notoriamente en algo que para la categoría es fundamental: la velocidad.

Sus bonos volvieron a subir luego de una seguidilla de victorias, entre ellas una frente a Alfonso López, panameño, ex campeón del mundo, que vio en Martín el escalón para volver a su sitial. La fe se había recuperado y a nadie le pareció un desatino que Vargas y su equipo fueran por el venezolano Betulio González, veterano de extenso y variado recorrido por los cuadriláteros de todo el mundo.

Lo ocurrido aquella vez también se conoce: Martín Vargas se antojó campeón del mundo hasta el cuarto round, propinándole al venezolano una verdadera paliza, en la Plaza de Toros de Maracay. Pero ninguno de esos golpes llegó a una zona vital, como la mandíbula o la sien. Y, recuperado del chaparrón, Betulio González sacó a relucir toda su jerarquía de campeón ante un rival extenuado por el calor y la humedad.

El último intento de Martín fue el peor de todos. Se bajó a minimosca (48.988 kilos) para enfrentar al japonés Yoko Gushiken y su cometido en el Gimnasio de la Prefectura de Policía de Kochi fue lamentable. En los días previos había muerto su entrenador, Osvaldo Cavillón, y Martín sabía -además- que en la última de sus peleas en Santiago le habían regalado el fallo ante el venezolano Luis Sierra. Esa noche, Martín peleó con una mano, porque la inyección que previo a sus combates le ponían para disimular el dolor de un derrame sinovial entre sus nudillos, había dejado de surtir efecto.

En Japón, Martín jamás tuvo opción de nada, como no fuera transformarse en un puchingball frente a un Gushiken desatado.

Se cuentan con los dedos de una mano los boxeadores que tuvieron cuatro oportunidades de transformarse en campeón del mundo, fracasando en el intento. Para todos estaba claro que ya había sido suficiente.

Pero la vida sigue y Martín siguió como protagonista del ring. Hasta tuvo relumbrones de su mejor época, como cuando en Miami noqueó al puertorriqueño Juan Nieves, a la fecha uno de los grandes prospectos del boxeo boricua.

Al cabo, a mediados de 1987, tras perder frente a Jaime “Motorcito” Miranda, Martín dijo adiós definitivamente al ring. ¿Definitivamente? Para nada. Diez años después reanudaba su carrera ante la incombustible fe de unos pocos y la preocupación cabal de quienes en ese momento éramos mayoría. Y el final nos dio la razón, porque un discretísimo colombiano Joel García lo noqueó de manera inclemente en ese mismo Caupolicán, escenario de sus triunfos de antaño.

Más allá de todos esos avatares, de esos blanco y negro que acompañaron su vida y su carrera, Martín logró meterse bien al fondo del corazón de los aficionados.

La memoria suele ser frágil y lo es más cuando se trata de analizar a un ídolo. Y Martín Vargas sin duda que lo fue, por más que haya estado lejos de lo que logró Arturo Godoy en su primera pelea ante Joe Louis, que nunca pudiera alcanzar la categoría pugilística de un Antonio Fernández (“Fernandito”), ni de Simón Guerra, y que -técnicamente al menos- siempre perdiera en la comparación con Godfrey Stevens, al que sólo le faltó lo que a Martín siempre le sobró: la pegada.