Columna de Sebastián Gómez Matus: Humor y horror
El reconocido humorista Coco Legrand está en el ojo del huracán por apoyar en redes sociales la publicación de un libro de un ex carabinero criminal.
Para nadie es secreto que el humorista tiene una clara tendencia hacia la derecha, pero apoyar el libro de un ex carabinero que se encuentra imputado por el delito de “apremios ilegítimos con resultado de lesiones gravísimas” es insultante, sobre todo en un momento en que el país está absolutamente amarrado.
Claudio Crespo, el imputado en cuestión, presunto autor de “G3: Honor y traición. Revelaciones de un carabinero traicionado por el Estado”, está acusado de haber cegado a Gustavo Gatica. Habría que intentar deconstruir a este personaje tan mediático como es Coco Legrand, pero de momento podemos retrucar decocolegranduyéndonos.
Una carrera en dictadura
La relación entre humor y horror parece cercana no sólo fonéticamente, sino que en este caso hay una tradición de la traición en los siguientes términos: en dictadura, mientras las inteligencias como la DINA o la CNI desaparecían, mataban y violaban personas, cuando la delación era pan de cada día, Coco Legrand se erigió como el humorista de Chile, hizo su carrera en dictadura.
Ese humor tenía una función política: distraer a la gente y suavizar una realidad que era imposible de omitir. En otros términos, era un palo blanco, que mostraba ribetes de cuico que lo volvían más “choro” para la audiencia, más deseable, en relación al humor picante o popular, que es el grueso de nuestra tradición.
Así se construyó Coco Legrand, cuyo nombre es Alejandro González Legrand, consignado en Wikipedia como “crítico social”. Resulta irónica la manipulación de los significados. La tormenta de críticas no se hizo esperar en redes sociales, y con justa razón. El ex carabinero en cuestión quiso hacer una apología de su vocación civil, quiso victimizarse, movida por excelencia de nuestra época, pero lo cierto es que es responsable de uno de los casos más lamentables del octubrismo, como se le llama hoy al estallido social o revuelta popular, que fue un claro síntoma del descontento y hartazgo de parte de la población.
Cambia, todo cambia
Hay que reparar en el hecho de cómo se ha ido transformando la memoria de esos días agitados, violentos pero significativos.
¿Todo eso quedó atrás? Hay un museo del estallido, ahora hay un libro de un paco apoyado por un humorista reconocido. En estos ardides queda develada la composición social de nuestro país. Alguien que ha hecho reír a la masa estólida puede darse el lujo de transformarse en un motoquero que promueve la autoayuda y al mismo tiempo en apoyar a un criminal.
La inconsistencia ética de personajes así pone en crisis nuestro humor, cuya vitalidad no tiene parangón entre nuestras distinciones nacionales.
Inconsciente y memoria
La memoria es la palabra por excelencia de la izquierda oficial y de la izquierda anterior, la Concertación. Pero en este caso, el humor como acceso radical al inconsciente colectivo, pone en crisis la relación que tenemos con nuestra memoria.
Parece un pésimo chiste que un humorista apoye el horror, devela nuestra forma de hacer memoria y trae a la superficie las marejadas de nuestra oscuridad colectiva. A pesar de que afuera es verano y la seducción del espacio social muestra una realidad revitalizada, en las mismas calles que hace unos años ardían y donde la gente quedó lesionada de por vida, si pudiéramos ver el color de nuestra realidad no sería otro que el negro.
Chile anda a los tropezones con su inconsciente, está en todos lados puesto como resquicio, como punto de fuga, en gran medida porque la memoria política es una institución, no una praxis.
Sin embargo, hay quien puede darse el lujo de apoyar a un ex carabinero y seguir contando “chistes de baquelita”. Habría que preguntarse si cuando nos reímos en realidad no estamos llorando y si la forma en que vivimos acaso no es una forma de olvido que nos fue inoculada.