Columna de Sebastián Gómez Matus: Autoperiodismo: ¿un nuevo género?

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Por El Ágora
Actualizado el 29 de febrero de 2024 - 12:36 pm

Es cuando un periodista está autobiografiándose en un artículo sobre las nuevas tendencias alimenticias o cuando los trucos de la escritura periodística van de lo fáctico a lo casi-literario, estableciendo un rango, un registro que deja al lector siempre en el mismo nivel de lectura y de percepción de la realidad.

Por SEBASTIÁN GÓMEZ MATUS / Foto: AGENCIAS

El prefijo “auto” proviene del griego y significa “de o por sí mismo”. Junto al prefijo “pos” deben ser los más sintomáticos y utilizados en el presente de la cultura.

En el campo de la literatura, la plaga o pandemia simbólica es la autobiografía y, en su peor versión, la autoficción. No son lo mismo, pero la segunda es una suerte de derivado de la primera. De hecho, según los formalistas rusos, la literatura es autotélica, en particular la poesía, pues solo refiere a sí misma. Al respecto, Todorov intentó una refutación de esta idea, al establecer una distinción entre lenguaje y percepción.

A propósito del prefijo, en la más reciente newsletter de Lit Hub apareció un llamativo artículo titulado The Crooked Timber of the Mind: On the Rise of “Autojournalism” (El árbol torcido de la mente: sobre el auge del “autoperiodismo”). Firmado por Robert Moor, ensaya en torno al libro Bjarki, Not Bjarki, de Matthew J. C. Clark, escritor y carpintero, aunque no necesariamente en ese orden. Moor señala que comenzó a leer con reticencia otro libro más que es una mezcla de registros aunados por el pegamento de la época: la primera persona. Que, al principio, el libro lo sacaba de la lectura por su carácter digresivo que “reunía un gran depósito de información, una mezcla de reportaje, lecturas y memorias”, siendo esta última uno de los géneros más leídos en Estados Unidos.

Durante los últimos años, digamos durante la última década -sobre todo desde la eclosión de las escuelas de literatura creativa- la tendencia en ensayo es reunir fragmentariamente pequeñas cajas de texto ordenadas en un patrón que alterna con el espacio dejado en blanco que los une, como “un pegamento narrativo”.

Por el contrario, dice Moor, Clark reúne en largas parrafadas tópicos que parecen no tener nada en común. Salta de una anécdota con algún amigo a la historia del rangoon de cangrejo. Es decir, se trata de una escritura que no fragmenta para identificarse, sino que de una escritura que reúne para quedar implicado. En palabras de Clark: “Muéstrame algo que no sea non sequitur”, “Define intervalo”.

Desde una lógica extraña, resulta interesante cómo se revela algo fundamental de la formación de las narrativas (y las narraciones) a partir del caos de la realidad que, justamente, está unida a pesar de todo y no como se pretende en estas cajas tan parecidas a la forma de producción y empaque de lo contemporáneo. Allí hay una equivalencia interesante entre párrafo y formas de producción, como si la escritura respondiera al fordismo y no a una respiración o necesidad lógica de la distribución de los párrafos en la escritura.

En otros términos, como si el sentido estuviera prefabricado y tuviera cajas de tal o cual tamaño para su almacenamiento y posterior bodegaje en un libro. Sabemos, aunque la mayoría del standard establishment lo omita, que la producción literaria contemporánea tiene una agenda y una “escritura” supeditada a los “formalismos” propuestos por las nyus, las iowas y las udepes del mundo. La literatura está en otra parte.

En cierto punto, el libro de Clark vira hacia algo evidente, pero poco referido. Vuelve la atención sobre sí mismo, en tanto narrador, como una crítica que apunta en dos direcciones, la escritura en revistas (o diarios) y la carpintería como manifestaciones de lo mismo: intentar darle sentido al sinsentido. Parece ser una crítica también al síntoma literario de la época, la escritura de rebaño. No recuerdo qué escritor dijo que siempre se escribe en contra. Pudo haber sido Alice Notley en Poetics of Desobidience, una suerte de manual de combate de la época sin ser un manual de nada. Al mismo tiempo, el libro incluye los temas ineludibles: cambio climático, crítica del periodismo, polarización política, opinología sin fundamentos, la delgada línea entre uno y el otro y, por supuesto, la falsedad y lo pernicioso de tales binarismos.

A su vez, señala Moor, el libro se interroga sobre qué significa ser un hombre blanco que trabaja con sus manos. Sin embargo, al fondo de todo, está la crítica de lo que Clark llama “ensayos con estilo de revista”, como son estos artículos de los suplementos de diarios supremacistas que perpetúan ciertos estereotipos a la vez que ofenden sutilmente al resto del país con la frivolidad de sus intereses y decoraciones. Los kioscos de diario, ya en extinción, suelen estar plagados de revistas con este tipo de “ensayos” que nosotros llamamos artículos. Toda esa escritura, que supone una economía, es basura.

En efecto, ¿qué sería el autoperiodismo? Cuando un periodista está autobiografiándose en un artículo sobre las nuevas tendencias alimenticias, por ejemplo. Cuando los trucos de la escritura periodística van de lo fáctico a lo casi-literario, estableciendo un rango, un registro que deja al lector siempre en el mismo nivel de lectura y de percepción de la realidad. Un tipo de escritura que oculta su vacío en la periodicidad y la firma que respalda esos artículos (pienso en la opinología de Daniel Matamala, por ejemplo).

Quizás la función del periodismo sea esa: perpetuar un nivel de (in)comprensión de la realidad, e informar, como si la información tuviera un valor en sí misma y pudiera suplir al conocimiento o el pensamiento. En conclusión, el neologismo propuesto por Moor apuntala con ironía lo que Clark devela en un libro cuya prosa solo encuentra cabida en lo que hemos llamado literatura. A pesar de que hubo y hay célebres periodistas escritores, lo cierto es que la gran mayoría de los periodistas quedan rezagados en la aspiración de serlo, hoy atrincherados en una sociología de bolsillo.