Columna de Carlos Cantero: 50 años de polarización en Chile, una equívoca percepción de la realidad

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Por Carlos Cantero
Actualizado el 13 de septiembre de 2023 - 12:17 pm

La paradoja en este país es que, 50 años después del quiebre institucional, el cuadro ciudadano es de plena división. El fracaso de la política, en general, y del Gobierno, en particular, se verifica en que no se realizó ningún acto de encuentro nacional. La administración de Gabriel Boric y la izquierda en su trinchera, y la oposición, en la otra. Nada parece haber cambiado.

Por CARLOS CANTERO / Foto: ARCHIVO

La gente busca liderazgos a ciegas, con ensayo y error. La conversación cívica se caracteriza por su pobreza prospectiva: el pasado encandila las miradas de futuro y se impone la pasión por sobre la razón. Esto se agrava por referentes políticos mediocres, que no logran sincronía de convergencia sociopolítica; por la abismante ausencia de referentes éticos, y por un negacionismo (de la otredad) transversal y estructural el país. Como si esto fuera poco, en medio del caos, se expande el poder del crimen organizado y la narcocultura.

Una crisis como la vivida por Chile en 1973 no ocurre por una causa unívoca. Son procesos multicausales, complejos, con responsabilidades múltiples. Ningún sector político puede sentirse ajeno. Esa crisis se gestó mucho antes, en el período de la confrontación ideológica global denominada Guerra Fría. Dos bloques buscaban su hegemonía geopolítica, disputándose el escenario mundial, arrastrando monigotes a la comparsa. Por cierto, detrás de esos alineamientos se gestaba una confrontación ideológica, política y hasta emocional. No estuvo ajeno, en ambos bandos, el sentido totalitario de anulación y cancelación de la otredad.

En torno de esta crisis, la sociedad chilena tiene dos grandes hitos temáticos: a) el quiebre institucional o ruptura de la democracia; y, b) las consecuencias que derivaron en abusos y atropellos a los derechos humanos en los años posteriores.

La controversia cumple 50 años y de no mediar acciones de convergencia se mantendrá en el tiempo.

Respecto del primer tema, el pronunciamiento militar, golpe de Estado o dictadura, como quiera que se califique el escenario emergente de dicha ruptura institucional, hay consenso. La paradoja es que ambos grupos señalan que: “La ruptura de la democracia es inaceptable e injustificable”.

El desacuerdo surge cuando se intenta definir a los responsables y el momento en que se produjo el cisma: amplios sectores de la centro izquierda lo consignan en el 11 de septiembre de 1973, perpetrado por el imperialismo y sus esbirros. Los sectores de la centro derecha, lo ubican el 22 de agosto de 1973, cuando luego de años de dramática confrontación, llamados a la revolución (Fidel Castro incluido), validación de la violencia política y una grave crisis económica, la Cámara de Diputado declaró, ese día, al gobierno de la Unidad Popular, que presidía Salvador Allende, fuera de la institucionalidad constitucional.

Respecto del segundo tema, los derechos humanos, en el primer momento, al calor de los miedos, odiosidades y amenazas mutuas, no hubo preocupación ni atención hacia el tema por la centro derecha. Imperó el ánimo confrontacional. Ninguno de los dos bandos, con honestidad, fue ajeno a este ambiente. Hoy se ha evolucionado al respecto. No hay dos opiniones sobre el valor y trascendencia de los DD.HH., lo que constituye un positivo y evidente avance doctrinario y democrático. Sin embargo, se advierte un doble estándar en sectores radicalizados, a uno y otro extremo del espectro político. Estos se interesan, claman y exigen respeto por esos derechos cuando les afecta a su mismidad.

Poco les importa, sin embargo, la violencia y la delincuencia cuando afecta a sus adversarios o los derechos de la otredad. En esto es muy evidente la confusión semántica del concepto. Para cualquier ser humano, la violencia es una sola y repudiable, sea que la ejerzan los de derecha o de izquierda, civiles o militares, agentes del Estado o del mercado. Me refiero a la odiosidad y ejercicio de violencia en sus diversas manifestaciones, como cuando sectores enfrentan a carabineros, cuando destruyen bienes públicos y privados, o queman iglesias y escuelas, en un ambiente de relativismo y doble estándar. Incluso, los organismos internacionales y nacionales, de derechos humanos, muestran parcialidad ideológica y política, que daña gravemente la vigencia de estos.

La izquierda ha mantenido su relato inalterado; el centro político, en un primer momento, apoyó el quiebre institucional y celebró la llegada de los militares; luego, flexibilizaron esa posición por los atropellos a los DD.HH.

La centro derecha siempre ha agradecido de las FF.AA. y de Orden, señalando su convicción de que salvaron el país de una dictadura marxista, estilo la Cuba de aquellos años, o la Venezuela de hoy. La realidad de esa época fue de polarización y la Guerra Fría, alineamientos ideológicos y políticos, con democracias y dictaduras de ambos extremos políticos.

Ese riesgo fue realidad, con revoluciones de nefastas consecuencias para la democracia, la libertad y los derechos humanos, tema que también ha sido tratado con un doble estándar evidente.

Cuando nos sorprende la polarización política del país, recuerdo los conceptos de la Filosofía del Lenguaje: el llamado a la aceptación de la otredad como legítima, exactamente lo que no ocurre en la relacionalidad de los chilenos, ni en las conversaciones cotidianas, ni en las redes sociales, ni en los medios de comunicación, ni en la academia, ni en centros de pensamiento, bastante inútiles, por cierto…

¿Para qué pensar? Es el equívoco que se repite habitualmente.

Es una paradoja que Chile tenga referentes mundiales en materia de Filosofía del Lenguaje, mentes destacadas que influyeron en los principales pensadores del siglo XX, exponentes como Francisco Varela, Humberto Maturana, Claudio Naranjo, Fernando Flores, Rafael Echeverría, entre muchos otros que siguen sus huellas y, sin embargo, acá no somos capaces de “actos de habla” que tengan sentido y funcionalidad para el reencuentro y el sinceramiento que el país requiere con urgencia, si no quiere repetir otros 50 años de polarización.

La percepción de la realidad es siempre subjetiva, depende de las perspectivas y experiencias de cada individuo. En consecuencia, para que se dé una positiva relacionalidad social, se debe partir de ciertos principios básicos: “Todos somos uno”, porque constituimos una comunidad nacional.

Estamos sometidos a la ley de la causalidad, es decir, todo acción tiene una reacción, toda causa tiene un efecto, para bien o para mal, e inmediatamente ese efecto se transforma en causa, en una secuencia infinita. Nadie es dueño de la verdad política, pues ésta se construye a través el mutuo respeto. La lealtad exige reciprocidad, mutua fidelidad a los principios del humanismo. Para que todo esto cobre sentido es necesario asumir la mismidad y la otredad, es decir, se debe aceptar al otro como legítimo otro, con sus propias verdades, sentimientos y emociones, que constituyen su propia verdad subjetiva, distinta de la suya.

A usted le puede gustar o disgustar, estar o no de acuerdo con esa opinión, pero tiene que respetar esa diversidad con pluralismo. Para potenciar una relacionalidad fecunda sólo hay un camino: la coherencia y la consecuencia, en el hacer. Y ese hacer, no refiere nada más que a la acción física del hacer, si no también incluye los actos de habla (fundamentales), el diálogo para converger en el conversar y validar emociones, sentimientos e intenciones, siempre con respeto y amistad cívica.

Durante medio siglo, cada cual ha tratado de imponer su verdad subjetiva, no asumiendo al otro como legítimo. No hay entendimiento, ni voluntad de diálogo. El camino para el entendimiento es aceptar la percepción de la realidad, los miedos, las verdades subjetivas de los otros. No pretender imponer una verdad asociada a la mismidad y en pleno desconocimiento de la otredad. El desafío involucra enfrentar un cambio cultural, un giro pragmático en nuestras costumbres, asumiendo la sentencia de Wittgenstein: “En el lenguaje se construye la realidad”. No podemos seguir haciendo más de los mismo si queremos salir de esta nefasta realidad bipolar y de bajo sentido cívico.

El desafío demanda liderazgos: habilitantes, democráticos y participativos, con sentido de la excelencia y de la valoración del mérito, comprometidos con el crecimiento económico, la estabilidad política y la equidad social. Que generen convergencia, confianza e inspiren la unidad en la unicidad de nuestra diversidad.

Hasta ahora Gabriel Boric, ha gestionado en sentido contrario, sólo uniendo a los propios, aunque dilapidando esta oportunidad histórica, con un sentido parcial, sectario, rehuyendo de su rol de presidente de todos los chilenos.

Valoro los dichos del ex mandatario Eduardo Frei Ruiz-Tagle y de la senadora Isabel Allende, que llamaron a elevar la consciencia de los liderazgos del país. Espero que también se sientan convocadas las instituciones esencialmente éticas y filosóficas, que se han mostrado morosas en la promoción de los principios y valores humanistas, y mediocres en su gestión de promover la más elevada moral en nuestra convivencia.

Espero que, post conmemoración de estos 50 años, se retome el sentido de unidad y respeto mutuo, para trabajar juntos con hermandad por el futuro de Chile.