Cuatro claves para una nueva hazaña: la Roja hizo el partido que más le convenía
Ante un rival crecido y con hambre de revancha Chile jugó un partido inteligente, logrando desarticular el entramado ofensivo trasandino. Con ello llevó el trámite al escenario y ritmo que mejor le acomodaba, consiguió de este modo mantener el empate y mostrar más temple en la definición a penales.
La final se jugó como lo quería Chile: a diferencia de la derrota en el debut, esta vez la Roja dominó el partido, llevándolo al terreno que mejor le sentaba. No fue un predominio vistoso ni menos lujoso, porque ante Argentina a cualquier rival le cuesta aquello. Pero sí logró superar la presión inicial albiceleste y con ello frustró el plan del «Tata» Martino, que era imponer la mayor calidad técnica de su ofensiva, quitar el balón en el campo nacional y sorprender de inmediato. No le resultó, porque pese a algunas ocasiones de gol trasandinas, muy pocas para lo que prometía, el control de la pelota lo tuvo la Roja. A semejanza de un equipo de hockey patín, Chile hizo circular el balón de un lado a otro de la cancha sin que Argentina pudiese contrarrestarlo. Así se fueron agotando los minutos y también la convicción argentina.
Las expulsiones favorecieron a Chile: el jugar diez contra diez desde el final del primer tiempo terminó beneficiando a la Roja. Podría haber favorecido a Argentina, suponiendo que Messi, Di María e Higuaín tendrían más espacio para ganar en velocidad y matar. Ocurrió lo contrario. Chile escalonó las marcas y con ello minimizó ese riesgo. Con ese peligro bajo control, los dos jugadores menos permitieron que la Roja ocupara los espacios con mayor comodidad, sin que su contrincante pudiese ejercer la presión que le hubiese dado mejores réditos. Todo el segundo tiempo y el alargue perteneció a la Roja. No porque avasallara a la Albiceleste, si no porque impidió que la habilidad vertiginosa prevaleciera. Además, la falta de Rojo se notó más que la de Díaz. El «Tata» Martino creyó que bastaba abrir al central Funes Mori y retrasar a Mascherano para mantener el orden defensivo, pero no ocurrió así. De hecho, cada vez que Chile amenazó con posibilidades fue por el costado izquierdo de la retaguardia albiceleste. Funes Mori no se acomodó en el puesto y varias veces la Roja taladró por allí. Cuando no lo pudo superar, igual Chile consiguió que ese sector se convirtiera en una zona donde pudo retener el balón ofensivamente, ganando minutos y restándole ímpetu a Argentina.
Mayor serenidad y temple: ratificando la pasta de esta generación, esta final Chile la ganó también porque fue sereno cuando debió soportar los ataques argentinos, pero, sobre todo, porque no se descontroló con fallos adversos y la lenidad de Héber Lopes para no castigar tres faltas argentinas que merecieron expulsión porque los golpes fueron directamente a los tobillos o canillas chilenas. Al revés, fueron los trasandinos los que se mostraron desesperados cuando los fallos le afectaban. Junto con la templanza, la Roja mostró su temple de siempre para imponerse en la definición a penales. Otra vez su moral combativa fue superior a la argentina, algo impensado hasta que llegó esta generación que le cambió la cara al fútbol chileno.
Las figuras rojas estuvieron a la altura, no así las albicelestes: los héroes chilenos hicieron un partido perfecto, los argentinos no. Con Bravo y su tapada ante el cabezazo postrero de Aguero; Medel y su proverbial seguridad defensiva, por arriba y por abajo; Vidal comiéndose la cancha y siendo inteligente para marcar con igual eficiencia pese a estar al borde de la expulsión; Aránguiz, con su frialdad de siempre que pudo suplir la ausencia de Díaz. Al otro lado ocurrió lo contrario. Di María fue un fantasma, Messi no logró prevalecer, Higuaín demostró su falta de temple para definir la ocasión más clara del partido y Aguero, salvo el testazo manoteado por Bravo, no mostró más.