Sin mascarillas
A veces, ir a cara descubierta, sin protección alguna puede ser perjudicial porque no muchos se sienten cómodos cuando otros los miran a los ojos y con guiños faciales al descubierto dicen cosas por su nombre.
Por SERGIO GILBERT J.
Desde este fin de semana, en el fútbol chileno cambiarán los protocolos sanitarios. En razón de la baja de positividad en los exámenes de Covid y el alto número de personas con esquema completo de vacunación en la actividad, la ANFP resolvió que ya no será preciso ponerse mascarillas en la banca ni tampoco realizar PCR ni exámenes de antígeno tras la entrega de las pre nóminas.
Sin duda, un alivio. Más bien, un avance porque cuando se dice que uno puede vivir sin andar dando pruebas de suficiencia a cada rato y transitar a cara descubierta, uno siente que todo va mejor.
Pero en verdad, no siempre es así.
A veces, ir a cara descubierta, sin protección alguna puede ser perjudicial porque no muchos se sienten cómodos cuando otros los miran a los ojos y con guiños faciales al descubierto dicen cosas por su nombre. Ahí uno siente que es mejor ocultar, no mostrar, esconder.
Pasa mucho en el fútbol chileno eso.
Pese a que el medio se llena la boca señalando que siempre será mejor decir las cosas por su nombre, en general quién las dice termina siendo juzgado y condenado por el resto que se erige como guardián de las buenas costumbres pese a que muchos de esos mismos, en su interior, piensan igual que aquel al cual denostan.
Eso se llama inconsecuencia.
¿Ejemplo? Hace algunos años, con ocasión de la final del torneo de Apertura 2012 disputada entre Universidad de Chile y O’Higgins, hubo cierto consenso de que el arbitraje de Enrique Osses fue, al menos, “parcial” en favor de los azules. Y no fue que solo los hinchas celestes pensaran y dijeran eso. Casi todos -los seguidores de otros clubes, hasta los que no eran tan futboleros- opinaron más o menos lo mismo, sembrándose así la duda si ese título azul fue conseguido en buena lid.
De hecho, en público, pero más en privado, muchos periodistas señaban que Osses simplemente había favorecido al equipo que, era “obvio”, era de su gusto.
Años más tarde, uno de los jugadores de ese O’Higgins, siendo futbolista ya de otro club (Julio Barroso) aludió a ese partido polémico y a la actuación del árbitro como para señalar que uno podía “sospechar” que había jueces en Chile que no se equivocaban sino que, derechamente, perjudicaban conscientemente a ciertos equipos.
Ardió Troya. Barroso fue duramente castigado por sus dichos porque le pidieron pruebas concretas sabiendo que ellas eran imposibles de obtener.
Pero no fue lo peor. Muchos de esos periodistas que años antes habían cuestionado a Osses e incluso dudado de su honorabilidad e imparcialidad, saltaron despavoridos en contra de Barroso. Se escribieron columnas, se habló largo en la radio y en televisión en contra del jugador apostando a una extraña “santidad” de los jueces chilenos y demonizando al jugador que había osado en cuestionar esa especie de blancura eterna del fútbol chileno.
Simplemente se tomó el hacha y se cortó la cabeza del denunciante porque acá él era el malo y todo el resto (incluidos los árbitros, por cierto) buenos, casi unos ángeles.
Caradurismo al máximo.
La historia, como se sabe, es cíclica. Y ahora estamos viviendo una especie de revival con esto de los árbitros y su santidad.
Los medios, los periodistas, los opinólogos, estuvieron casi un mes criticando al poco empático Javier Castrilli por haber cometido el abuso, el pecado, de sacar del sistema a un puñado de árbitros. Incluso se llegó a “demostrar” por una grabación “golpeadora” que Castrilli amañaba los partidos. Pobres árbitros chilenos, todos ustedes son víctimas del señor ese, se pensó.
Pero resulta que no. Que no era así.
Que no hubo confabulación ni tampoco órdenes para cambiar el resultado de un partido. Y que los árbitros fueron dados de baja porque no se sabían el reglamento, no sabían usar el VAR o estaban gorditos.
Se cayó la mascarilla.
Cuidado con eso. Ya no se puede ocultar nada.